domingo, 26 de agosto de 2012

Roma, caput mundi

Sin duda alguna, cualquiera tiene en mente una idea de esta ciudad. El primer contacto, quizás, haya sido las películas de romanos: ¿Quién no ha visto Quo vadis? O Ben Hur, tal vez La túnica sagrada? O bien las láminas y los textos de la escuela o del instituto. Todo esto viene a concebir en la mente una Roma pretérita de césares y soldados, de águilas y togas, de cartón piedra y de músicas estridentes. Algunos profundizan un poco y hallan una de las cunas del Renacimiento, en la que trabajan Miguel Ángel y Rafael. Para los católicos es el corazón de la cristiandad: la tumba de los protomártires, de los dos príncipes de los apóstoles y la sede del sucesor de Pedro.
Mas para descubrir y saborear sus más íntimas esencias, hay que acercarse a ella desprejuiciadamente, más allá de los acartonados, convencionales y vertiginosos circuitos turísticos. Lo primero que se siente es su desbordante vitalidad, su actividad trepidante, en medio de una anarquía organizada, como la de su tráfico: coches y peatones se entrecruzan a su amor, pero sin interrumpir y molestar al prójimo; no son frecuentes los pitidos o imprecaciones de otras latitudes. Es la Urbe por antonomasia, la ciudad cosmopolita por excelencia; su triple capitalidad –estatal, artística, religiosa- hace que se entremezclen en Roma gentes de las más diversas razas, culturas, credos…
A ninguna ciudad en el mundo le cuadra mejor la adjetivación de Ciudad Eterna, pues la Roma contemporánea armoniza perfectamente con la Roma-palimpsesto; en ella se pueden analizar a flor de tierra, entre semáforos y cabinas telefónicas, las huellas patentes de milenios de civilización: partiendo de la mítica y semilegendaria colonia de Rómulo y de los reyes etruscos, engrandecida increíblemente por la República y el Imperio, hasta la Roma de los mártires y de los papas, que viene a ser, a finales del siglo XIX, la capital de la recompuesta Italia.
Esto lo podemos experimentar sin salir de la Piazza della Rotonda. Como telón de fondo, el Pantheon, monumento éste de los mejor conservados de la Antigüedad gracias a su reutilización: de templo pagano a todos los dioses, erigido por Agripa, yerno e íntimo amigo de Augusto, configurado en su planta actual por nuestro paisano Adriano. Iglesia cristiana dedicada a Santa María y a todos los mártires por voluntad de un emperador bizantino, Focas, y de un papa, Bonifacio IV, en el 609. Allí duermen el sueño de la inmortalidad el gran Rafael y los dos primeros reyes de la Italia unida: Victor Manuel II y Humberto I. Al centro de la plaza, una fuente del manierista Giacomo della Porta, de 1578, sobre la que se colocó en 1711 un obelisco de un antiguo templo de Isis. Creo que con estos datos huelgan los comentarios.
Fuentes y obeliscos identifican Roma. La abundancia del agua es reflejo del inmenso e inagotable caudal de sus riquezas, del derroche hospitalario de su cosmopolitismo. Asombra la cantidad de surtidores de agua, los humildes nassoni, que brota cristalina y fresca, lista para calmar la sed y el agotamiento del viandante. Sus monumentales fontane, en cambio, hablan del barroquismo y de la ampulosidad del ser romano, que doblega la Naturaleza con un artificio entre lo sublime y lo fanfarrón: recordemos la inmortal y famosa Fontana de Trevi, plaza hecha catarata y estanque, la fastuosa y colosal de los Cuatro Ríos en Piazza Navona, la Barcaccia, varada en Piazza Spagna, la más bella plaza del mundo... estampas de la Roma imperecedera.
Por los obeliscos mostraron una enigmática atracción césares y papas, quizá porque ofrecen la justa medida de la grandiosa escala monumental de la urbe, que así se conecta con una de la culturas más antiguas del mundo. Su presencia constituye una portentosa y casi heroica proeza de ingeniería: mas en Roma todo es posible. Si bien en ella todo es magno, no es, sin embargo, desmesurado, hasta el punto de que, a veces, por la perfecta humana armonía de los espacios, uno no se percata de la colosalidad de las dimensiones.
Debemos reconocer que en ninguna parte del mundo se han acumulado en tanta calidad y cantidad memorias históricas, artísticas, espirituales... desde la Antigüedad a nuestros días. La Urbe de las urbes encierra los más significativos emblemas de nuestra cultura occidental: el Foro, el Coliseo, las catacombe, el Vaticano... Pero ¡cuidado! Que a veces los árboles no permiten ver el bosque; puede que la singularidad de estas obras maestras oscurezcan al turista ansioso la verdadera esencia de la ciudad, que se articula en torno a estas puntas de iceberg.
Para intimar con Roma hay que patear sus siete colinas, recorrer las orillas del Tíber, meditar entre sus ruinas, visitar sus numerosos palacios, dar gracias al Creador en la belleza de sus templos, extasiarse en sus rincones, refrescarse en sus fuentes, respirar a pleno pulmón en sus espacios verdes, convivir con sus habitantes, pícaros y joviales, participar en sus festejos... En suma, enamorarse irremediablemente de ella.
Una característica llamativa de esta Roma es su solidez, que trasluce su imperecedero espíritu. Aún las vetustas ruinas de la Antigüedad muestran una firmeza pétrea de gris plateado travertino, ennegrecido por el paso de los siglos, alternando con el humilde, aunque bien plantado, ladrillo rojizo. Es casi un milagro que todavía continúe en pie el edificio de la Curia, en el que deliberaron tanto patres conscripti, entre cuyos muros se forjó el destino de medio mundo, aunque expoliado de sus originales y ricos revestimientos marmóreos y de su posterior decoración cristiana –fue adaptada como iglesia, Sant’Adriano- por obra y desgracia del megalómano Duce.
Sin duda alguna que una dúctil versatilidad, emanada de su desbordante vitalismo, la palpamos en el ingenioso travestismo romano de los diversos elementos arquitectónicos y decorativos: columnas y arquitrabes de edificios paganos se integran en iglesias cristianas, el arte del mosaico se pone al servicio de la nueva iconografía; incluso imágenes de promiscuas diosas paganas se transfiguran en bienaventuradas cristianas: tal es el caso de la Sant’Elena de Santa Croce in Gerusalemme y de la Sant’Agnese de su basílica fuori le mura.
A los monumentos pétreos se suman, sin desmerecer en lo más mínimo, los vivos de la Naturaleza: asombran los grandes parques y jardines que, como pulmón breve y precioso ornamento, embellecen y vivifican la ciudad. Pinos y cipreses proporcionan frescor y umbrosidad en los rigores del verano, verdes prados posibilitan solazarse al sol en el frío invierno... Todo ello singularmente armonizado con vestigios antiguos, santuarios, palacetes..., en medio de un aura romántica que ha fascinado a lo largo de la historia a artistas y literatos. El Pincio, Villa Borghese, el Gianicolo, la Via Appia Antica..., constituyen un tapiz de verdor en el que se entrelazan y casi se funden la mano del hombre y los elementos naturales en una simbiosis tan perfecta que parecen así predeterminados desde toda la eternidad.
La hospitalidad romana se muestra fundamentalmente en las puertas abiertas. Sus monumentos, por lo general, se pueden visitar, siempre con más facilidad que en la mayoría de las grandes ciudades del mundo. Gran metrópoli desde el siglo I a.C., corazón de las magnas empresas de un gran Imperio, cuando en la decadencia política de éste el poder se traslada hacia Oriente, empieza a recibir el flujo de romeros, peregrinos a la memoria de los Apóstoles Pedro y Pablo pastor ovium y doctor gentium-, pilares de la Iglesia de Cristo, y de los mártires más ilustres.
A esta peregrinación religiosa, que nunca ha cesado, se suma la intelectual, no menos numerosa, que viene a beber en esta incomparable fuente de cultura y arte, sobre la que se asienta la más íntima esencia de Europa y aún de nuestra civilización occidental. Tampoco podían faltar, por desgracia, en ciudad de tal trascendencia snobs y nuevos ricos, que sin otro norte que el de la ostentación masifican ociosamente la ciudad sin ningún provecho.
¿Qué decir de su religiosidad? Como sede de la cristiandad, en ella se dan cita los más variopintos ritos y las diversas Iglesias nacionales, así como innumerables órdenes religiosas. En Roma se puede comprobar la inagotable riqueza de manifestaciones que encierra el cristianismo. Aquí aún se pueden admirar los últimos jirones del esplendor de la liturgia católica, que la sinrazón de la cultura religiosa contemporánea, que se dice de la imagen, ha pisoteado en indescifrable paradoja.
El pueblo romano practica una religiosidad mediterránea, exuberante y barroca, inconmensurablemente rica por su condición privilegiada. Afortunadamente para ellos, el elemento religioso, que alimenta una importante faceta del ser humano, sigue formando parte de sus vidas, aparece patente y sensiblemente manifiesto. Se advierte también una adecuada sintonía entre clero y laicado, frente a la aguda y preocupante afasia que se produce en otros lares...
Roma es, para terminar, un gran libro vivo y abierto, la más completa enciclopedia que desvela hospitalariamente sus maravillas a aquél que así lo desee. No te quedes, visitante, te aconsejo, en un frívolo ojear las páginas a todo color: adéntrate en sus secretos, imprégnate de sus valores; no te decepcionará, de seguro, sino que te cautivará , y para siempre una fuerza interior te invitará, como a Aníbal, a volver, aunque no hayas echado la moneda de espaldas en la Fontana di Trevi ni hayas visitado al Dio Redicolo. No en vano si leemos Roma a la inversa, nos encontramos con la palabra amor. Ni con las vidas de un gato se terminaría de asimilar y saborear el cúmulo de riquezas que encierra la capital del mundo.

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